lunes, 22 de julio de 2013

Desde mi Atalaya

- Desde mi atalaya puedo ver el mundo.
 - ¿Entero?
- Bueno, lo que queda de él.
- ¿Y qué es lo que ves?
- Te lo estoy diciendo, el mundo, entero o casi.
- Ya, pero yo quiero que me cuentes algo más concreto.
- ¿Como qué?
- Pues no sé, en plan: "Por las mañanas veo a Marichalar haciendo break frente al espantapájaros."
- Gilipollas.
- Venga, va, que sabes que es broma. Cuéntame lo que ves, porfa.
- Vaaaaaaale. Pues a ver... ¿Por dónde empiezo? Es que tampoco veo todos los días lo mismo, ¿sabes?
- Ya me imagino, pero bueno, tú cuéntame lo que ves, así en general.
- Pues antes de ver nada, justo antes de abrir los ojos, una hora antes del alba, lo primero que hago es masticar el aire que viene cargado de aromas de hierbabuena y fruta fresca y lo saboreo. Luego abro los ojos, me desperezo y dejo que las finas gotas de rocío, que casi huelen a limón, se desperecen también por mi cara, mis manos y mis pies descalzos. Hundo las manos en la tierra y dejo que las pequeñas raíces le den besos con lengua a las yemas de mis dedos. Me pongo en pie y saludo a la brisa aún nocturna, que casi llega tarde a casa con el sol persiguiéndola. Busco la luna, prácticamente escondida a mi espalda, y planeo con ella como gastarle bromas al sol cada mañana. Ahora ya comienzo mi búsqueda diaria, cojo los prismáticos y miro desde mi atalaya hacia el mundo. Unos padres se despiertan con el sollozo de su hijo mientras los hijos de otros, aún sin dormir, se afanan en explorar nuevos métodos de futura paternidad. Unos hijos pierden a sus padres por la heroína mientras la heroína pare nuevos hijos. Sale el sol, es inevitable. Aquella muchacha despierta madruga y sale sin camiseta a la terraza, sus ojos verdes, aún somnolientos, parecen derramarse sobre su blanco cuerpo cuajado de pequeños rubíes mientras sus flamígeros cabellos intentan llegar al suelo desde la tumbona, como lenguas de lava. A la vez, la dulce niña de carne color de cristo y ojos de ónix tallado llega a casa, harta de calle, tras un duro día de trabajo, tan duro como son todos sus días, y, sin limpiarse ni la sangre ni las lágrimas, se pone su ropa de niña y coge sus juguetes en un vano intento por recuperar la infancia que se empeñan en robarle. Después de esto vienen unas horas muy feas, por un lado gente con trajes ridículos y maletines, gafas de sol, ascensores, sonidos molestos, coches, ruido y por otro muchísima más gente mal vestida, casi desnuda a veces, con una especie de bolsas de tela o sin nada, entre ruidos más molestos, entre basura o hacinados en sitios horribles fabricando y consumiéndose en el proceso, todo aquello que los del primer lado consumen. En estas horas siempre hago un descanso, hay muy poco que ver y ese poco suele ser muy desagradable, así que saco mi pipa y la cargo bien, hasta arriba, que casi cueste que tire. Que me juzguen si quieren, pero sin mi nube de humo no podría soportar tanto como veo. A estas horas ya lo más típico es gente poniéndole los cuernos a otra gente, la otra parte de la pareja está en el baño del trabajo con el compañero que más se emborrachó en la fiesta de navidad de la empresa mientras su pareja se emborracha para seducir al que vino a arreglarle el baño de parte de la empresa del seguro o la doctora que examina al paciente mientras su marido espera impaciente que alguien vaya a revisar su examen, también he pillado al panadero con las manos en la masa mientras su mujer le mete mano al primer pan duro que pasa y hasta el hortelano se pasa de berenjena a fresca lechuga mientras su Hortensia hace un pisto con verduras de medio pueblo. Y con esto se nos ha ido media mañana, el sol está tan alto como todos los amantes y castiga las espaldas descubiertas y los culos al aire. Esas sonrisas de metacrilato fingido vuelven a sus casas, aquellos que las tienen, y los que no, siguen vagando por ahí, se van de putas, se meten un pico, rezan, se buscan la vida para mantener a los suyos, entierran a sus muertos o se comen su carne, pillan algo de comida basura o van al japonés de la esquina, esas cosas. Entonces llega la negra siesta con su quietud horizontal y, como por ritual obligado, los falsos amantes de vida legal hacen como que se aman o, al menos, duermen juntos, en un silencio roto por el zumbido de la tele o de algún insecto portador de enfermedades, como una desbrozadora gigante que viene a talar su casa, por ejemplo. Entonces alguno despierta y prepara café o le atizan para que siga recogiéndolo o no cobrará sus dos dólares de hoy. Algunos vuelven al trabajo y a otros el trabajo les vuelve la cara, la espalda, las tripas y el alma, hasta la vida a veces y a esos que preparan el café se la suda mientras no les falte el grano molido. A partir de este momento se repite más o menos lo que pasa antes de que la gente termine de ponerse los cuernos, pero sin cuernos, ahora los del primer lado se agobian porque tienen que acabar todo el trabajo que atrasaron por follar y los del otro lado intentan sobrevivir a otra jornada más sin que el agobio tenga sentido y la vida se los folle. Así que ahí aprovecho y como algo, algo ligero, no soy muy comilón y si me harto me entra el sueño y me pierdo algo de las últimas horas, que ya me pasó un par de veces y me da mucha rabia. Para cuando termino, la gente sale de sus trabajos mientras los del otro lado están ya tan sólo a unas horas de acabar su jornada. La hermosa muchacha de la cabeza en llamas se prepara para lucir la mayor cantidad posible de su incipiente moreno mientras la pobre hija de la carne de cristo se resiste a desnudarse ante quien podría ser su padre, cómo desearía que su piel pudiera confundirse con la nieve y perderse para siempre en las montañas y cómo anhela el color de los pies descalzos del pobre la primera, para ser la más parda de las gatas de esa noche. Y mientras todo un día pasa, el viejo del sombrero de pesca verde no se ha movido ya en tres meses del hoyo donde el gobierno echó los cadáveres de su familia y a la vez, parece que ha estado en mil sitios y otros gobiernos abren la tierra de otro sitio y sacan de allí los hijos muertos de ésta, que estorban a los hombres de negocios y los tiran debajo de otra alfombra que no esté en mitad del camino. El espantapájaros es el único que está ahí tranquilo, todos los demás tienen algo de qué preocuparse, pero él no, el sólo está ahí, quieto, como mi atalaya. Cuando siento demasiado peso, suficiente por hoy, me voy a dormir, lo que pasa por la noche se queda en la noche. Y eso es lo que veo desde mi atalaya. ¿Contento?
- Sí, sólo tengo una pega que ponerte, la atalaya no es tuya.

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