martes, 27 de junio de 2017

Aire Fresco

Otra historia de esas de hostias, otro cuento violento, otro relato ingrato...

Se apresuraba a subir las escaleras, debía darle tiempo. Miró hacia arriba por el hueco con resignación, no le alcanzaba la vista para ver el final del recorrido que debía acometer. La verdad es que era una pedazo de putada que el ascensor estuviera estropeado, pero bueno, también es cierto que el cartel de "reparación inminente" llevaba allí colgado desde que entró al edificio por primera vez para el reconocimiento del terreno, así que no sé qué esperaba, habría sido mucha casualidad que lo hubieran arreglado justo cuando a él le venía bien.

Había subido esas escaleras cerca de cien veces, las últimas treinta cargado con todo el equipo, no podía dejar nada al azar. Pero esta vez se le estaban haciendo interminables. El maletín le pesaba en las manos como un bloque de cemento en los pies de un recién tirado al río. La sangre bombeando a buen ritmo hinchaba sus venas, haciendo que la gorra le apretara en la frente como el hachazo de una Atenea ansiosa por escaparse de sus pensamientos. Sentía arder las piernas de dentro a fuera, como si un rayo latente las poblara. Se le agolpaba en el pecho el aliento que empezaba a faltarle, llenándole la boca de sabores metálicos.

Se paró un momento buscando resuello y aprovechó para mirar el reloj. No le quedaba demasiado tiempo, tenía que llegar hasta allí arriba por lo menos con un minuto de sobra o fallaría. Inspiró lo más hondo que pudo antes de retomar su camino a más velocidad que antes. El cansancio iba haciendo mella, provocándole en los poros una suerte de llanto que se vertía por su piel. No pudo evitar volver a mirar hacia arriba y el vértigo se apoderó de él. Se le llenaba la cabeza de espirales, sintió que perdía suelo, que se iba a negro, que iba a morir.

El estado de alarma no le consintió pensarlo mucho, se arrojó contra la primera puerta que vio, tirándola abajo y cayendo al suelo con ella. Tenía los ojos casi en blanco y daba boqueadas como un pez en el asfalto. Unos espasmos hacían temer lo peor. Pero para él era peor fallar que morir y probablemente eso era lo que le estaba matando. Se recompuso ligeramente. Controló las convulsiones y consiguió volver a respirar con normalidad. No necesitaba mirar de nuevo el reloj para saber que llegaba tarde.

La proximidad del fallo urgía a su cerebro a idear alguna solución. Mientras pensaba, sus manos se fueron directas al maletín, lo abrieron y empezaron a juntar las piezas que conformaban su herramienta, en un intento de ganar algo de tiempo. Entonces lo vio claro, no necesitaba la mejor posición, sólo acertar antes que los demás. Con el rifle ya montado, se arrastró como pudo hasta el enorme ventanal que había frente a él. Apuntó con dificultad y disparó. Los cristales le cayeron encima como una lluvia de verano, sin llegar a cortarle, sin llegar a mojarle. Comprobó a través de la mira que había alcanzado el objetivo y entonces se desplomó.

En el último piso alguien giraba los mandos del aire acondicionado central, apagándolo. Ese mismo alguien se quitaba una máscara de gas y abría el ventanal. Ese maldito alguien cogía entonces su rifle, que descansaba apoyado en la pared, lo amartillaba, apoyaba la culata en su clavícula y observaba a través de la mira cómo el objetivo ya había recibido un tiro. Le sorprendía, pero no le importaba. Disparó y guardó el rifle. No necesitaba acertar el primero, sólo ser el único que pudiera reclamar el premio.

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