miércoles, 30 de diciembre de 2015

¿Tiene fuego?

Estaba sentado en su taller delante del banco de trabajo, con las gotas de sudor haciendo eslalon por su frente, el suelo cubierto de serrín de varios días y el mandil estampado de mil barnices diferentes. El fino rayo de luz que se colaba por el cristal roto del taller caía justo sobre la cabeza que acababa de tallar. Las manos cansadas y llenas de arrugas como el lomo de un libro viejo cien veces releído temblequeaban mientras cogían un cigarro del paquete que había sobre una mesa con herramientas. El cigarro llegó a los labios estriados de sequía del carpintero, que no atinaba a encontrar el mechero en sus bolsillos. Como hasta ahora, sin apartar la vista de su última creación, tanteó la mesa con las nerviosas manos buscando la chispa. Sería culpa del despiste, del ansia de las manos o del hambre de la sierra, pero se enganchó la yema de uno de los dedos en los dientes de esta última y empezó a llorar sangre desconsoladamente. El susto hizo que toda la familia de limas se arrojara al vacío. Pero el cabrón del mechero seguía sin aparecer.

Palpó los bolsillos del mandil, haciendo que las manchas de barniz tuvieran sexo forzoso con la sangre que manaba de su dedo pinchado o cortado. Las manos seguían sin encontrar lo que buscaban, así que dejaron el mandil todo revuelto y lo levantaron para acceder al pantalón, también repleto de medallas otorgadas por su buen servicio y años de experiencia, condecoraciones en forma de manchas de pintura de todos los tamaños y colores. Nada, ni rastro del fuego. Ensimismado como seguía con el bello busto, trató de pensar, sin dejar de clavar su mirada en los ojos vanos de aquella cara, cuándo y dónde se había fumado el último pitillo, en un intento por reconstruir las últimas horas del desaparecido mechero. No era capaz de pensar con claridad, así que no recordaba nada.

Se llevó una mano a la cabeza como si quisiera estrujarla para sacar el jugo de sus pensamientos y recuerdos a ver si aparecía el puto mechero de los cojones. Notó que algo le mojaba la cabeza y fue entonces cuando se dio cuenta de que se había cortado y llevaba sangrando un rato. Chupó instintivamente la yema del maltrecho dedo sin separar aun la vista de aquella mirada de encina y sin haberse quitado el cigarro de la boca. El sabor metálico de la sangre se mezcló con los restos de toda una vida de flemas parduzcas, nada nuevo para el hombre al que pertenecían la boca, las flemas y la sangre. Siguió libando la sangre, que extrañamente aun brotaba con abundancia y algo hizo clic en su cerebro. Acababa de ocurrírsele lo que le faltaba al busto para ser perfecto. Acercó su dedo sanguinolento a los labios de aquella mujer de la dehesa como para pedirle que no hiciera ruido y comenzó a recorrer con delicadeza cada uno de los milímetros que sus manos expertas habían tallado, deteniéndose en cada surco para que la sangre lo rellenara. Ahora se llevó de nuevo el dedo a la boca y lo chupó como si fuera la lengua de un beso platónico que aquella boca de madera pudiera darle.

Sacó el dedo de su boca cuando hubo terminado el beso, momento que coincidió con el final de la huelga de sus plaquetas que ahora sí sofocaban ya la violenta y sanguínea polución de aquel dedo veterano. Escupió con rabia el cigarro sobre la moqueta de serrín. Ahora que había logrado la perfección ya no tenía ninguna necesidad de volver a fumarse un pitillo para que el seguro creyera que el incendio del taller había sido fruto de una colilla mal apagada.