La deflagración sólo me quemó el pecho por dentro, muy por dentro. Pero aquello no me importaba, lo verdaderamente doloroso eran los millones de esquirlas de pasado que primero laceraron mi piel y después se clavaron en mi carne como las uñas de un gato que se resiste a ser bañado. Había tantos fragmentos que ni siquiera sangraba. Estaba allí tirado, a 118 kilómetros del lugar de la explosión, convertido en un amasijo de dudas con púas de pretérito, una especie de puercoespín tristón que no es capaz de liberarse del metálico abrazo de un cepo que le atrapó sin querer. En mitad de aquella lastimosa quietud noté una palpitación.
Abrí los ojos de repente, el dolor dio paso a la indignación y casi a la vergüenza. Allí, sumido en la miseria y la apatía, ahogándome en un charco sin sangre, algo palpitaba. Me miré como pude el pene, aún a sabiendas de que la libido había sido una de las primeras ratas en abandonar el barco, y me alivié al comprobar que no había necesidad de sentir culpa cristiana. Algo palpitaba. Tanteé con torpeza los alrededores de mi ano, tratando de no hacerme más daño con las enormes astillas, y me alivié al comprobar que seguía tan callado como de costumbre. Algo palpitaba. Arranqué cauteloso la metralla que se mezclaba con mis pestañas, por si acaso fuera todo consecuencia de un tic nervioso, y me alivié al comprobar que lo único que se movía allí era un torrente de lágrimas. Algo palpitaba. Me hurgué dentro de lo que me quedaba de tórax con urgencia, como un jabalí que hozara en busca de una trufa, y me alivié al comprobar que allí, entre los rescoldos aún humeantes de la explosión, un ejército de pequeños duendes, ataviados con extrañas máscaras y una suerte de trajes ignífugos, trataban desesperadamente de insuflar vida a la horadada piedra roja que ahora apenas parpadeaba. Algo palpitaba.