Estoy sentado en el sofá una vez más. Las finas
vetas de luz que se cuelan por los agujeros de la persiana le dan a mi cuerpo,
cubierto tan solo por un albornoz de felpa repleto de quemaduras de cigarro, un
aire de cebra urbana. Miro el televisor apagado y agito un vaso de whiskey
esperando oír el tintineo de unos hielos inexistentes, la botella yace vacía en
algún rincón de la casa. El paquete de Ducados Negro exhala su último aliento
dentro de mis pulmones y el funesto cenicero ejerce de Caronte portando sus
restos. En el perchero junto a la puerta, un traje de payaso, descolorido y
raído, contempla la escena impasible, como diciendo un “¿Qué me vas a contar a
mí que he vivido tanto?”. Y qué razón tiene. Era de mi abuelo y mi padre
siempre se negó a ponérselo. Mejor no pensar en la historia de ese traje ahora.
Tengo un hambre atroz, repleta de desgana, pero atroz.
Casi sin darme cuenta estoy ya sentado a la mesa,
echando los huesos en un plato aparte y aprovechándome de que estoy solo para
comer con las manos. No sé por qué, pero siempre que como muslo me repite, a
pesar de que evito guisarlo y simplemente lo meto en el horno con un poco de
sal durante unos 45 minutos. Debería dejar de comer muslo y ya está, problema
resuelto, pero no soy capaz, es otra de esas rutinas que se han clavado en mi
vida como un gato asustado. Mierda, ni siquiera tengo un vino, aunque sea de
cartón, para acompañar la comida, ni una cerveza, ni agua, ni nada. Qué pena de
nevera y que ruina de casa, de los grifos sale un agua que más bien parece
sangre o cobre fundido. Ya recogeré los platos luego, ahora necesito lanzarme a
la calle.
Pensé que haría más frío, pero el sol aún calienta
bastante. Siento que la gente me mira con descaro, será por las ojeras o por mi
delgadez extrema, no sé. Qué coño, he vuelto a salir en calzoncillos, con el
albornoz y unas zapatillas de andar por casa. Joder, qué vergüenza. Menos mal
que el chino de la esquina ya me conoce. Se ríe de mí, pero me vende un par de
cigarros sueltos, una litrona y un brick de leche. Me recuerda que para salir a
la calle hay que vestirse, yo le digo que le den por culo y que me apunte la
compra, que no llevo dinero encima.
Vuelvo a casa. Qué mierda de vida. Dejo la compra
sobre la mesa aún con los restos de la comida y regreso a mi sabana en el sofá.
Todo sigue igual. Me inquieto por momentos, el muslo empieza a repetirse y los
huesos que reposan en el plato sobre la mesa parecen pedir un entierro digno.
Me levanto y recojo la mesa con un pulso nefasto. Un hueso cae al suelo y
rebota por las baldosas con un ruido seco. Acabo de tener una idea. Arrojo los
platos al fregadero con furia, meto el hueso huidizo en la bolsa con el resto y
la cierro. Voy a mi habitación, me cambio de ropa interior, arreglo mi cara y
mi pelo, paso por el perchero y me visto. Cojo la basura y huyo, dando un
portazo. Mierda, se me ha olvidado una cosa. Vuelvo, la cojo, la escondo en mi
espalda y me voy.
Entro en el metro, cojo la línea 3 hasta su última
parada. Todo el mundo me mira, pero me da igual. Un tipo con mi aspecto sólo
puede estar en ese metro para ir a esa parada. Salgo del tren subterráneo en mi
destino, no podía esperar más para encender uno de los dos cigarros. Aún no
tiré la basura, es pronto. Me siento en un banco cercano a esperar, como
siempre. El reclamo del cigarro no tarda en funcionar. Un yonki se acerca y me
pide tabaco, yo le pido heroína. Accede a llevarme a un callejón donde un amigo
suyo vende. Le advierto que si me la juega está muerto, se ríe y me dice que si
acaso no está muerto ya. No le falta razón.
Llegamos al callejón y me presenta a su amigo. Como
suele ser normal, en el país de los yonkis el camello es el rey. Está sano y
fibroso, tiene todos los dientes y habla con voz normal. Le doy su cigarro a mi
sherpa y le digo que se vaya. El camello me dice que dónde coño voy con esas
pintas. En silencio y muy despacio, disfrutando como siempre de este momento,
dejo la bolsa de basura en el suelo y la abro, procurando que se vean bien los
huesos. Él sigue pensando que soy un colgado más y dice que no piensa venderme
nada. Como si yo quisiera comprar algo. De repente se fija más en la bolsa y el
horror se asoma a su cara, ha tardado más de lo normal. Está acorralado y acaba
de entender que un tío vestido de payaso en un barrio como ese nunca es algo
bueno. No voy a esperar a que intente algo, saco el hacha de mi espalda y
golpeo directamente a su cabeza. Crac, el típico sonido de una sandía
abriéndose. No ha tenido ni tiempo de gritar. Vacío la bolsa esparciéndolo todo
por ahí. Con tantos años de experiencia y el hacha bien afilada, no me lleva
demasiado tiempo trocearme la cena y guardarla en la bolsa. Lo bueno de que tu
carnicería sea un barrio marginal a las afueras de la ciudad es que lo pasa allí
se queda allí. Nunca como cabeza, no me gusta la textura mantequillosa de los
sesos y la cara tiene poca carne. Sólo me llevo brazos, piernas y las
costillas, dejo todo lo demás, incluyendo las manos y los pies. Me gusta la
carne, pero la casquería y los huesecillos no me atraen demasiado. Cojo la
cartera del tipo y envuelvo mi compra con su ropa, lo justo para que no se
transparente a través de la bolsa. La experiencia me dice que no debo
preocuparme por las manchas de sangre, a fin de cuentas, es normal que un
payaso esté salpicado de colores. La gente no le hace preguntas a un payaso con
cara de pocos amigos.
Me monto de nuevo en el metro con total tranquilidad
y regreso a mi barrio. Antes de nada saldo mis cuentas con el chino y compro un
par de ajos y pimentón, le dejo que se quede el cambio por las molestias. Ya en
casa, vuelvo a mi atuendo de siempre, ya me ducharé más tarde. Sin haberme
desmaquillado, guardo la carne en el congelador, ya casi no me quedaba. Y
ahora, a poner en práctica la idea que tuve. A ver qué tal sale. Cojo un poco
de romero, una pizca de sal, un chorrito de aceite, dos dientes de ajo sin
pelar y una cucharada sopera de pimentón, todo en una fuente y, aquí creo que
está la clave, el muslo deshuesado. Espero 45 minutos a que el horno haga su
trabajo y ya puedo probar mi idea. No es por echarme flores, pero está
delicioso. Una hora después, por primera vez en mi vida, no me repite el muslo.
4 comentarios:
No voy a extenderme. Seré escuelita. Impresionada. Para muy bien, claro
Sublime, Miguelo en estado puro. No hay nada más que decir.
Bien, Miguel. El relato mantiene la tensión en todo momento. Es muy gráfico, se ven las escenas con toda nitidez. Además el protagonista tiene esa doble moral, que tanto me gusta, de malvado y de héroe.
Es cojonudo este relato, muy fluido, no podía dejar de leerlo!!
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