La puta hora de la siesta, que para algunos son quince minutos, para otros dos horas y para otros no existe porque nos sienta peor la siesta que un vodka de cuatro euros. Como iba diciendo, me gustaría escribir algo tan fascinante y volátil como los pellejos que salen a ras de uña, que no duran nada y sin embargo al quitarlos dejan una herida, una huella en tu piel, algo que todas tus células conocen pero que ya no está y que se repetirá una y otra vez como un salmo raro. Me gustaría que dentro de veinte años alguien me preguntara que por qué escribí esa entrada del blog y haberla olvidado ya, pero que siga dentro de mí y dentro de quien la haya leído. Para conseguir esto quería aprovechar el efugio del sopor de la siesta y colarme en vuestro duermevela como un Freddy Krueger de postín, que leyerais esto sin enteraros bien de qué va la cosa y el retrogusto de las letras apuñalara vuestro paladar. Quería, a fin de cuentas, escribir una cicatriz, de esas de las que sólo se acuerda uno cuando duelen por lo que sea.
Soy cobarde y por eso tenía que escribir esto en este momento. Si os pillase con las pilas al cien por cien, con la atención dispuesta a ser concentrada en lo que queráis, este folio sería otro cualquiera. No soy tan bueno haciendo esto como para colarme en vuestro cerebro sin que esté en un estado más frágil que de costumbre. Esa vigilia que os envuelve ahora mismo es el puente que me permitiría hablar con la voz que suena en vuestra cabeza mientras leéis esto. Quería alcanzar por las letras aquello que vetáis a la voz y a la cara y para ello pensaba aprovechar la hora de la siesta. Quería hacer algo increíble y hacerlo con premeditación y alevosía, quería joderos la siesta y parte de la vida, clavaros una espina en un pliegue de vuestra masa gris, construir un resorte sin palanca ni fecha de activación, echaros en las narices un soplo de burundanga que os hipnotizara y os dejara a merced de mis frases.
Todo eso quería hacer, pero al final se me pasó la siesta.
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